Mi exesposa se fue del Perú el último domingo de marzo del 2020 , con la idea de volver por iLana en un mes, pero, solo un día después de irse, Vizcarra decretó el encierro implacable. Paradojas de la vida, la pandemia me había dado la oportunidad de quedarme con mi hija casi medio año más. Oro puro.
Aproveché en forjar aún más vínculos con mi hija , deseando secretamente, ahora lo confieso, que la pandemia ocasione, que tenga que quedarse aún más tiempo conmigo y que a su madre no le quedara otra que aceptar el contundente hecho fortuito. Estaba desesperada en Florida. Solo la había visto y hablado con ella por videollamadas durante los últimos seis meses que ya tenía durando el encierro por el coronavirus o “coloniavirus”, como le decía iLanita. Fueron meses egoístamente maravillosos.
En medio del infierno pandémico, yo viví mi propio paraíso, al lado de mi hija . No obstante, su madre había logrado conseguir dos cupos en un vuelo humanitario desde Lima que yo, es verdad, quería que nunca se programe para así poder quedarme unas semanas más con iLana aunque sea de contrabando. El acuerdo de conciliación fue muy claro: mi hija se tenía que ir en mayo a Miami con su madre, pero, cuando lo firmamos, nunca nadie dimensionó el coronavirus y ya era setiembre. Mi ex esposa pudo comprar un pasaje para la niña, que hacía poco había cumplido cinco años que le celebramos en el barrio, y otro para la joven profesora de inicial que también tenía que irse y que nos hizo el favor de hacerse cargo de iLana durante el vuelo. Yo no podía llevarla porque el viaje no tenía retorno cierto. iLana, para mi suerte, nació en el Perú, y en el colegio alcanzó a aprender las estrofas básicas del himno nacional. Nunca valoré tanto el himno nacional. Alcanzó a vincularse con el ceviche, el chaufa, el pollo a la brasa y el ají de gallina, con la comida peruana que le preparaba su nana. Alcanzó a tenerle cariño a sus abuelos, a sus primos y conocer algo su ciudad. Imposible olvidar la última tarde antes de separarnos.
Así es como fue de doloroso: “han pasado seis meses valiosísimos para mí. Días en los que viví mi paternidad plenamente , ella y yo solos. La suerte ya está echada. El llanto se me atraganta, la tristeza tiene fecha de caducidad indeterminada, como la pandemia de espanto que está viviendo el mundo. La llevo al parque, al acantilado, a la playa frente a casa, que está sin gente porque es invierno y porque hay restricciones por el Covid. Quiero empaparla de Lima antes de recibir el golpe seco de su partida . Mientras la niña juega en la arena, descalza, me quedo sentado mirándola y llorando, otra vez, asumiendo que ya no vamos a vivir juntos y pensando en cuándo será que la volveré a ver porque aún no hay vuelos internacionales regulares. Ya me tocará hacerme otra bendita prueba rápida, pienso. Ojalá no salga positivo de nuevo, como cuando la pandemia comenzó, una prueba rápida de pacotilla, comprada por el gobierno, que me tomaron como rutina en el trabajo, me dio un falso positivo y me conminaron a internarme en mi cuarto catorce días sin poder abrazar a mi hija. iLana me miraba de lejos, desconcertada, cada vez que su nana me traía la comida como si su padre fuese un preso. Por precaución, a ella también le pincharon su dedito, la llevaron en taxi al hospital, tan pequeñita. ¿Dónde andará ese kit con tu gotita de sangre? Me pregunto y veo el vaso medio lleno de la vida de la manera más naif posible: al menos su nombre ya quedó registrado en el Instituto Nacional de Salud, una huella más de su vida en el país en el que nació , me dije. La sigo observando como busca cangrejitos en la arena de Chorrillos, y a la vez la imagino en Florida con su madre, tan lejos de su ciudad gris, caótica y amada, con vista ese mar con olas frente al cual ella también nació. La peruanidad nativa de mi hija me alivia. Estamos frente a ese mar que, cuando el sol se pone e iLana me sorprende tomando fotos con el celular, dice: “papi, a ti te gusta la naturaleza”. El llanto sigue, es tristeza, no depresión, me trato de convencer, pero, igual me tengo que contener las lágrimas para no preocupar a mi princesa. Está bien que se vaya con su madre, pienso, sobre todo a esta edad. No entiendo como otros padres se pueden enfrentar por la tenencia de sus hijos, al punto de retenerlas ilegalmente, solo para perjudicar a sus ex parejas cuando, en realidad, a quien perjudican con esa bronca es a los hijos. Lo tengo clarísimo.
Volvemos a la casa que es nuestro hogar y que desde mañana será un museo de lo que fuimos. Miro algunas fotos de lo que era mi familia, pegadas en el cuarto de mi hija y la llamo para tomar sus medidas de altura y escribirlas en la pared, para así compararlas cuando regrese . Zila, la nana, que está triste también, la baña y la acuesta. Respondo unos correos, coordino la edición de mi reportaje semanal. Luego me baño, me pongo el terno para leer las noticias del día porque soy periodista, me disfrazo de serio. Tengo que ocultar mi tristeza para narrar otras tristezas. iLana ya está en pijama. Vuelvo a su cuarto a despedirme. Los peluches y muñecas nos observan, todavía su dueña no ha decidido cuáles se irán con ella. iLana me pide dormir en mi cama porque sabe que cuando regrese del trabajo dormiremos juntos, eso quiere, aunque su padre la sofoque con abrazos. Me despido con un beso y me pongo otra vez la mascarilla que ya no soporto sobre mi boca. Camino al trabajo, lloro manejando por la Vía Expresa . Llego, me toman la temperatura en la puerta. No tengo fiebre, no tengo coronavirus, solo estoy triste. Ruego porque las lágrimas no me asalten de improviso con mi cacharro en primer plano, contando el sufrimiento ajeno, mientras sufro de una forma que no conozco. La mañana siguiente el auto vino por ella e iLana se fue. Han pasado cuatro años y son muchas las lecciones.
La tecnología ayuda muchísimo a esta paternidad: todos los días hablamos, me puede y la puedo llamar en cualquier momento, con video incluido. Por otro lado, iLana vive en Miami, que es el destino internacional más frecuentado por los peruanos, vuelo directo. Gracias a Dios. Tengo trabajo, puedo ir a verla cada dos meses y medio. Cuando voy me quedo en la casa de su madre, tolera mi presencia, si no, mi presupuesto no me alcanzaría. Dos meses al año, Junio y Julio, sus vacaciones, las pasa en Lima, dice el acuerdo. Resulta que iLana hoy está aquí, conmigo, pasará el día del padre conmigo, su cumpleaños conmigo y yo, estas semanas, aunque abrumado, soy el padre más feliz del mundo. La felicidad para mí es esto: ser un buen padre, intentar siempre serlo. Así, la distancia ya no es distancia.